lunes, 2 de noviembre de 2009

CUÑAS OCULTAS

Los que me conocen saben que no soy una persona religiosa, pero me gusto el mensaje motivador de este discurso y quise publicarlo en mi rincón, espero les guste.

CUÑAS OCULTAS
por el presidente Spencer W. Kimball

Cierta noche me quedé despierto pensando en los problemas del día. Durante toda la semana había ido a verme mucha gente a mi despacho, gente maravillosa, algunos agobiados de tristeza y angustia; otros que aprendían el arrepentimiento a través de las penurias de la vida; y otros frustrados por problemas en su matrimonio, por sus aberraciones morales, por sus dificultades económicas y por sus deficiencias espirituales.

Estas personas eran básicamente buenas; pero al transitar por la vida, se les había hecho difícil permanecer en el camino principal y se habían desviado por otros senderos; habían olvidado los convenios y habían pospuesto el cumplimiento de sus buenas resoluciones.

Recordé un artículo escrito por Samuel T. Whitman, titulado “Cuñas olvidadas”. De joven, en Arizona, había aprendido a emplear las cuñas, pues era mi deber proporcionar la madera para las muchas estufas a leña de la casa. Permitidme citar a Whitman:

“Las tormentas de hielo no eran generalmente destructivas, aunque se caían algunos cables eléctricos y había un aumento repentino en el número de accidentes en la carretera. Caminar al aire libre era incómodo y difícil; el tiempo era desagradable, pero no era peligroso. Normalmente, el enorme nogal habría podido aguantar con facilidad el peso que se había acumulado en sus grandes ramas, mas fue la cuña de hierro en el corazón del árbol lo que le causó el daño.

“La historia de la cuña de hierro comenzó hace muchos años cuando el granjero canoso era niño aún y ayudaba a su padre. Hacía poco que se habían llevado el aserradero del valle y los colonizadores aún encontraban herramientas y piezas raras de equipo por donde caminaban...

“En una ocasión, él había encontrado una cuña de leñador ancha, plana y pesada, de más de treinta centímetros de largo y achatada por los muchos martillazos. El sendero que venía del prado no pasaba por la leñera y como ya estaba atrasado para la cena, el muchacho dejó la cuña... entre las ramas del joven nogal que su padre había plantado cerca del portón de entrada. Después de comer, o alguna vez que pasara por allí, la llevaría a la leñera.

“Realmente era su intención hacerlo, pero nunca lo hizo. Estaba todavía allí entre las ramas, un poco apretada, cuando el jovencito llegó a ser hombre. Seguía allí, firmemente agarrada, cuando se casó y empezó a ocuparse del trabajo de la granja. Sólo se podía ver la mitad de ella el día en que los segadores comieron debajo del árbol... Ya totalmente cubierta y oculta, la cuña aún estaba en el árbol aquel invierno cuando llegó la tormenta de hielo.

“En el frío silencioso de la noche invernal, cuando la niebla bajaba y se congelaba donde caía, una de las tres ramas principales se partió y cayó al suelo. Eso desequilibró de tal forma el árbol, que las otras ramas también se rompieron. Al final de la tormenta no quedaba en pie ni una ramita de aquel árbol en otra época tan hermoso.

“Temprano a la mañana siguiente el granjero salió a contemplar su pérdida.

‘Habría dado mil dólares porque no hubiera sucedido esto’, dijo. Era el árbol más bonito de todo el valle.’

“De repente, sus ojos vieron algo en la ruina que yacía a sus pies.

‘La cuña’, dijo con tristeza y reproche. ‘La cuña que me encontré en el prado.’ Con una sola mirada pudo saber por qué se había caído el árbol. La cuña había evitado que las fibras de la madera pudieran volver a unirse en la forma debida.”

¡Cuñas olvidadas! Debilidades ocultas e invisibles, que esperan la noche de invierno para obrar su ruina. ¿Qué podría simbolizar mejor la presencia y el efecto del pecado en nuestra vida?

Esto me recuerda un verso que escuché hace mucho años, titulado:

Hoy murió José

A la vuelta de la esquina un amigo tengo yo
en esta ciudad en que vivo, de enorme extensión;
pero un día y otro pasan, y las semanas también,
de pronto me doy cuenta de que un año ya se fue.

A este amigo mío no le veo ni la cara,
pues la vida es una carrera acelerada.
Pero él sabe que lo quiero igual que ayer,
cuando yo iba a su casa y a la mía venía él.

Entonces éramos jóvenes y teníamos mucho tiempo;
ahora que soy hombre, no me detengo un momento;
día tras día cansado de lo que hay que trabajar;
cansado ya de la lucha que a la fama ha de llevar.

“Mañana”, digo, “mañana a mi amigo iré a ver,
sólo para demostrarle que sigo pensando en él.”
Pero un mañana viene y otro mañana se va;
y la distancia entre ambos aumenta cada vez más.

A la vuelta de la esquina, mas no recuerdo cómo es.
De pronto alguien me avisa: “¡Murió tu amigo José!”
Esta tristeza tan grande me la tengo merecida,
pues ya no tengo un amigo a la vuelta de la esquina.

Al pensar en José, me acordé también de Juan, un amigo de muchos años. Era respetado en su comunidad, honorable en sus negocios, bondadoso. Con franqueza reconocía su debilidad principal: fumaba cigarrillos, uno tras otro. Siempre tenía uno entre los labios; parecía ser parte de él, al igual que las orejas, la nariz o los dedos. A veces bromeábamos acerca de su compañero inseparable. Siempre se reía y decía: “Todos tenemos derecho a padecer de una debilidad”. Pero en sus momentos más serios, se ponía pensativo y decía:

“Sé que es malo, pero me tiene agarrado como un pulpo. Algún día lo conquistaré”. Sí, ¡algún día! Pero los días se hicieron años; el cabello se le volvió más fino, el rostro se le puso amarillento; y finalmente empezó a tener tos, una tosecita seca. Nos preocupaba a quienes apreciábamos sus buenas cualidades, pero no podíamos hacer nada.

Me mudé al estado de Utah y por algunos años no lo vi. El tiempo pasó y los años empezaron a acumularse. Un día estaba en Phoenix, Arizona, cumpliendo con una asignación, cuando un amigo mutuo, conociendo mi afecto por Juan, me dijo: “¿Sabías que está en el hospital muriendo de cáncer del pulmón?” Dejé todo y me fui rápido al hospital. Allí estaba sobre la cama, agonizando. Me dio gusto que me reconociera aun cuando fue por sólo un momento. Su sonrisa forzada se le congeló en la cara. Su luz se apagó para siempre. Cierto que había tenido el propósito de vencer el hábito, especialmente después que los estudios científicos habían confirmado la revelación del Señor, pero su amo dictador no lo quiso así.

Allí había yacido con miedo, solo, encarando lo inevitable. El cáncer estaba demasiado profundo, demasiado esparcido, demasiado atrincherado.

Temblé al ver morir a este amigo de treinta años. Podría haber vivido mucho tiempo todavía con salud y felicidad. Al detenerme allí, con la cabeza inclinada, recordé aquel otro árbol grande que no había podido aguantar la tormenta por causa de la cuña olvidada, la cuña que lentamente le ocasionaba la muerte. Mañana habría tirado sus cigarrillos, pero ese dilatador mañana, ese mañana que supuestamente nunca llega, había llegado. Jamás fumaría otro cigarrillo; las cuñas se habían encargado de eso. Entonces recordé las palabras de Ralph Parlett:

“La fortaleza y la lucha viajan juntas. El galardón supremo de la lucha es la fortaleza. La vida es una batalla y el más grande de los gozos es vencer. Cuando el hombre va en pos de las cosas fáciles, se vuelve débil…”

Mis pensamientos se volvieron entonces hacia un hermoso niño en Arizona, con cabello rizado, que se había sentado en mis rodillas muchos años atrás. Su sonrisa era bella y su risa contagiosa. Creció hasta ser un hombre muy bien parecido, pero durante su adolescencia, descuidadamente puso en la horcadura de su nogal una botella. En sus momentos de sobriedad reconocía que era malo lo que hacía. Mañana descartaría a ese pequeño diablo, su amo. Sí, mañana.

Cuando se casó, la cuña de la botella aún estaba en el árbol y la madera la envolvía. Con una sonrisa irónica decía que no era importante, que de seguro mañana podría sacarla. La cuña maldita permanecía allí cuando llegaron los hijos. Amaban a su padre, pero a veces sucedían cosas incomprensibles para ellos. Casi no podían creer que era él, tan diferente era a veces, y cada vez lo hacía más seguido.

La cuña de la botella aún estaba allí cuando los hijos llegaron a la adolescencia. Les resultaba difícil comprender cómo podía su padre ser un hombre de personalidad dulce un día, y un monstruo al día siguiente. Era tan bueno cuando no estaba embriagado. La dejadez hizo que la cuña se enterrara con más y más profundidad en el nogal; se estaba acercando el día en que ya le sería imposible quitarla.

Pasaron los años y otra vez me encontré con él. Me pidió prestados dos dólares. De momento no comprendí para qué le servirían los dos dólares ni cuán desesperada podría sentirse una persona por obtener lo que compraría con dos dólares. Tenía el cabello ya canoso, el cuerpo descuidado, los ojos turbios, la risa vacía. Sus hijos se habían ido cada cual por su camino. Uno había muerto en una taberna; otro se había divorciado tres veces. Un día encontré a mi viejo amigo tirado en una cuneta. La tormenta había llegado, la cuña estaba muy enterrada. Ayer, con disciplina, podría haber vencido a su enemigo y podría haberse encaminado hacia tronos y exaltación, pero el ayer se volvió mañana. Al ayudarle levantarse, sentí tristeza y recordé las cuñas, las cuñas ocultas.

Al verlo encadenado y esclavizado, recordé algo que escribió una autora contemporánea, cual quisiera parafrasear:

La historia, que había bostezado por miles de años, se movió en su cama cubierta de polvo, abrió los ojos y vio que un hijo más de Dios se había convertido en esclavo encadenado. Suspiró, se sentó, sacudió el polvo de las hojas de su libro voluminoso, miró la larga lista de víctimas, dio vuelta a las hojas hasta llegar a una en blanco, tomó su pluma y escribió otro nombre.

“Es una vieja fábula — dijo con cansancio y sin esperanzas, moviendo sus vetustos huesos para escribir—. Millones han seguido este camino a lo largo de las épocas, privando a sus cónyuges, desatendiendo a sus hijos, corrompiendo vidas, destruyendo el carácter. — Luego se quejó —: ¿Por qué no me dejan dormir? ¿Por qué tengo que continuar anotando vidas distorsionadas, civilizaciones corruptas? ¿No aprenderá nunca el hombre?” (Taylor Caldwell, The Earth is the Lord’s, pág. 414.)

¡Ahí estaban las cuñas de botellas!, los vientos y torbellinos de las cuñas, los árboles destruidos, los esqueletos de árboles sin ramas.

Luego me acordé de Bill. Su historia también era triste. Su comienzo había sido prometedor, su familia era buena. La vida en su hogar era mejor que en el promedio de los hogares, pero él estaba cansado de las restricciones.

Se alistó en el servicio militar, donde podría hacer lo que quería. Después de un breve período de capacitación fue enviado al extranjero. Saigón era una ciudad intrigante, con su gran río, su naturaleza exótica, su gente extraña.

Un día cedió a la tentación, se dejó llevar por un impulso y tuvo un contacto que lo dejó en un mundo extraño para él, un mundo de pecado. Las enseñanzas que había recibido lo rescataron y cayó de rodillas arrepentido. Pero la memoria del hombre es frágil y las sensaciones y demandas de lo carnal son insistentes; con abandono lanzó su cuña a las horcaduras de su nogal. Algún día la quitaría y la colocaría en su debido lugar.

Bajo la presión de sus conocidos, empezó a fumar y luego a tomar, sofocando sus inhibiciones. Con la cuña en la horcadura de su árbol, al principio se sentía incómodo y le molestaba la conciencia, pero pronto la cauterizó. Transcurrieron muchos meses; se acercaba al final de su servicio militar. En una de las muchas ocasiones en que había tomado más de la cuenta, sacó del bolsillo unas monedas y dijo jactándose: “Con estas monedas puedo comprar cualquier tipo de pecado que se conozca”. Y sin pensarlo más, hizo su compra. Hacía mucho tiempo que había dejado de orar. ¿Cómo podría pedir las bendiciones del Señor sobre sus hechos, perversiones y aberraciones pecaminosas? En poco tiempo habría terminado con este asunto de la guerra y regresaría a la vida normal. Seguramente, entonces extirparía la cuña.

Entonces volvió a su hogar, pero para entonces su maldad se había atrincherado, sus hábitos de pensamiento y acción estaban enterrados con demasiada profundidad, su fuerza de voluntad era demasiado débil.

La madera había crecido alrededor de la cuña. Sólo una cirugía considerable podría sacarla.
Luego recordé la historia del joven agricultor y del nogal, que se cayó cuando el hombre llegó a la vejez, y nuevamente pensé: ¡Cuñas olvidadas! ¡Cuñas ocultas! Mi corazón se entristeció, y me acordé de las palabras de Horace Greeley:

“Se mide la altura del éxito de un hombre por su autodominio; la profundidad de su fracaso por su autoabandono. No hay ninguna otra limitación en ninguna de las dos direcciones, y esta ley es la expresión de la justicia eterna.

“El que no puede dominarse tampoco tendrá dominio sobre otras personas; el que se sobrepone a sus defectos será rey”.

Recuerdo otro caso de una pareja de Texas. En sus conflictos, egoísmo y terquedad prolongados, se había abierto entre ellos un gran abismo. Sus parientes lloraban por ellos, sus líderes se esforzaban por ayudarles y sus hijos inocentes sufrían frustración, rebelión y delincuencia por causa de estas dos almas de gran potencial. El hermoso amor de dieciséis años atrás estaba tornándose rápidamente en odio; la confianza de antaño se estaba volviendo rencor. Cada uno se empeñaba en reformar al otro; usaban argumentos, presión, palancas y amenazas para forzar al otro a hacer su voluntad. Mientras se peleaban y fabricaban veneno en sus incriminaciones y recriminaciones, se marchitaban, se arrugaban, se rebajaban. El que antes había sido un gran caballero se tornó en un antagonista pendenciero; la que antes había sido una hermosa dama se convirtió en una fiera. Dos personas egoístas degeneraron hasta llegar a ser pigmeos arrugados. Sus cuñas habían estado mucho tiempo en el árbol. Algún día él la conquistaría; algún día ella ganaría, justificando su posición. Sí, mañana corregirían sus errores, vencerían su orgullo, neutralizarían su egoísmo y sacarían la cuña, pero ésta ya estaba incrustada fuertemente en la horcadura.

¡Oh cuán ciego es el hombre egoísta y egocéntrico, con sus feas cuñas! Estas personas quizás nunca reciban su “carroza de luz”, según lo expresó Ralph Waldo Emerson:

“Cada uno se cuida para que su vecino no lo engañe. Pero llega el día en que empieza a preocuparse de no engañar a su vecino. Entonces todo va bien. Ha cambiado su carreta de mercado por una carroza de luz.”

Phillips Brooks habló de la siguiente manera de quienes admiten el odio y el rencor:

“Ustedes, los que permiten que los miserables malos entendidos sigan año tras año con la intención de aclararlos algún día; ustedes, los que mantienen con vida lamentables riñas porque no pueden convencerse de que hoy es el momento de sacrificar su orgullo y terminarlas; ustedes, los que se encuentran en la calle con hombres que fueron sus amigos y no les hablan por algún motivo infantil, y sin embargo, saben que sentirían vergüenza y remordimiento si se enteraran mañana que uno de ellos ha fallecido; ustedes, los que dejan con hambre a su vecino, hasta oír que se está muriendo y que piensan dar mañana al amigo la palabra de aprecio o comprensión que tanto necesita hoy; si sólo pudieran saber y ver y sentir repentinamente que ‘el tiempo es breve’, ¡cómo se rompería el maleficio! Inmediatamente irían y harían aquello que quizás nunca volverían a tener la oportunidad de hacer”.

Luego, apliqué la historia de la cuña a otra situación. Por más de un siglo, el evangelio viviente ha estado restaurado en la tierra, y decenas de millares de misioneros han proclamado el mensaje verdadero a millones de personas. Los testimonios expresados por ellos han llegado al corazón de muchos que han dicho “Sí”, pero cuyos labios, con temores humanos, se resistieron a la aceptación del evangelio para su bienestar eterno. Han temblado cuando el Espíritu Santo les ha susurrado: “Es verdad, acéptalo”, y sin embargo, han permitido que pobres excusas pospusieran su acción. Son numerosas las personas que en todo el mundo han recibido el testimonio de la veracidad del evangelio, pero han dejado el bautismo para mañana. Muchos han oído hablar de las Escrituras adicionales, o sea, del Libro de Mormón, que contiene la plenitud del evangelio, pero nunca han absorbido sus verdades. El año pasado [1965] llegaron a colocarse un millón de ejemplares en los estantes de libros de un millón de hogares y se entregaron otros millones en años anteriores, pero demasiadas personas han dejado para mañana su investigación y han quedado apartadas. “Mañana lo leeré — dicen —; otro día invitaré a los misioneros a enseñarme”. Pero mañana es un holgazán que se mueve con pies de plomo mientras la vida sigue, las tormentas llegan, las ramas se parten, los árboles caen, la eternidad se acerca y nuestro llamado sincero no se escucha.

Percy Adams Hutchison nos dio este verso en su poesía “El Cristo sin espada” (Vicisti Galilee, primera estrofa):

“Sí, a través de los años, helo cabalgar,

el humilde Cristo sobre un asno montado.

Pero ¿victorioso? Diez oirán su llamado,

mientras mil ociosos lo verán pasar.”

Me pregunté cuantas decenas de millares escucharían Su voz, sentirían algo en su corazón y tendrían el deseo de seguirlo, pero les faltaría resolución y aplazarían la decisión.

¿Cuantos vieron su sonrisa, escucharon sus sermones en el monte y sintieron algo en su corazón, pero se quedaron atrás para comer, dormir, trabajar y jugar, y no le hicieron caso?

Muchos deben de haber pasado por las calles angostas de Jerusalén, haberse dado vuelta a mirar de nuevo a la persona que habían tocado y después seguido su camino hacia sus quehaceres diarios, habiendo perdido su oportunidad.

¿Cuántos habrán escuchado la historia de cuando caminó sobre el agua, pero estarían demasiado ocupados vendiendo pescado en el mercado o pastoreando las ovejas para preguntar acerca de sus motivos tan importantes y profundizar en los poderes insondables?

¿Cuántos de los que lo vieron en la cruz vieron sólo vigas, clavos, carne y sangre, y no hicieron ningún intento de penetrar los propósitos y las razones? ¿Cómo podría uno elegir una muerte tan ignominiosa? ¿Cómo podría controlarse a tal grado en esos momentos de dolor tan agudo? ¿Cuáles fueron los motivos para tal tratamiento? ¿Cuáles fueron los propósitos profundos? ¿Quién era este “autor de eterna salvación para todos los que le obedecen” (Hebreos 5:9)?

¿Cuántos fueron conscientes del sentimiento que se ocasiona en el seno humano cuando la verdad que llegaron a conocer se aleja totalmente del destino eterno de ellos bajo la presión de exigencias insignificantes?

Pienso luego: La dejadez: ¡Ah, miserable ladrón de tiempo y oportunidad!

¿Cuando permanecerán los hombres fieles a sus añoranzas, a la inspiración recibida en algún momento?

Deben cuidarse aquellos que posponen la eliminación de malos hábitos y hacer constructivamente lo debido. “Algún día me bautizaré”, dice uno. “Pronto dejaré de tomar”, dice otro. “Uno de estos días voy a dejar de fumar”, prometen algunos. “Algún día estaremos preparados para nuestro sellamiento en el templo”, dice un matrimonio. “Algún día, cuando me pidan perdón, perdonaré a quienes me han ofendido”, es la expresión de algunas almas mezquinas. “Algún día pagaré todas mis deudas.” “Uno de estos días vamos empezar a hacer la oración familiar y la semana que entra comenzaremos a tener nuestras noches de hogar.” “La próxima quincena empezaré a pagar el diezmo.” Mañana, sí, mañana.

Cito nuevamente las palabras de Whitman:

“Orgullo, envidia, egoísmo, falta de honradez, intemperancia, dudas, pasiones secretas: casi innumerables en variedad y grado son las cuñas del pecado. Con tristeza se perciben innumerables hombres y mujeres que hoy permiten que el pecado se entierre en la horcadura de su vida.

“La cuña está allí; lo sabemos. La pusimos en ese lugar nosotros mismos, un día en que estábamos apurados y distraídos; claro que no debería estar allí, pues está dañando el árbol. Pero estamos ocupados y la dejamos; con el tiempo queda oculta y se nos olvida. Los años pasan rápidamente; el invierno llega con sus tormentas y su hielo; la vida que tanto apreciábamos cae en la pérdida irremediable del desastre espiritual. Por años después de haberse ocultado la cuña, el árbol prospera y no da ninguna señal de su debilidad interna. Sucede lo mismo con el pecado.

“Hay muchas casas elegantes, en calles bellas, que tienen una cuña de pecado dentro de su elegancia. Muchos de los que caminan por las calles, con orgullo y arrogancia por su éxito mundano, son pecadores impenitentes ante Dios. Pero la cuña está allí y el resultado final de su obra es un árbol caído, quebrado y sin valor.”

Que el Señor nos bendiga a todos para que podamos pronto reconocer, recordar y extirpar todas las cuñas antes de que puedan hacer estragos en nuestra vida, lo pido en el nombre de Jesucristo. Amén. (En Improvement Era, junio de 1966, págs. 525— 526; o Conference Report, abril de 1966, págs. 70 —75.)

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